Otra ciudad es posible más allá del extractivismo

Otra ciudad es posible más allá del extractivismo

Por: Francisco Javier Velasco Páez

NO. 2 Revista Territorios Comunes


Introducción

Transitamos hacia un colapso civilizatorio inminente, no se trata simplemente del fin de un modo de producción y el advenimiento de otro, nuestras tramas de vida están entreveradas con dinámicas de destructividad que hoy alcanzan su clímax: destrucción de la fertilidad del suelo, contaminación masiva de los cuerpos de agua, dependencia social casi total de combustibles fósiles, acumulación ascendente de gases de efecto invernadero en la atmósfera, destrucción masiva de ecosistemas, extinción acelerada de especies. Sin embargo,  la devastación en curso de la biósfera es sólo uno de los efectos y, a la vez, de las causas de la crisis. Otro, es el aniquilamiento sistemático de las condiciones socio-culturales que harían posible una acción humana capaz de impedir la catástrofe. Uno de los ámbitos en los que la crisis se manifiesta con toda su fuerza es en el de las ciudades, devenidas en enormes concentraciones urbanas con modelos de organización socio-espacial y ocupación territorial jerárquicos, con modos de vida generadores de desigualdades, enajenantes y depredadores. En el caso de las ciudades de América Latina y de Venezuela en particular, la crisis urbana se asocia a procesos de configuración y reconfiguración mediados en gran parte por  las dinámicas extractivistas.

Este cuadro de  circunstancias nos lleva a preguntarnos qué reacciones pueden esperarse de sociedades urbanas cada vez más inorgánicas, formadas por personas en proceso de desintegración psicosocial y distanciamiento ecológico, inmersas en una cultura mercantil y en el seno de unas relaciones sociales cada vez más precarias y brutalizadas.  En tales condiciones, urge llevar a cabo esfuerzos para imaginar cómo podemos emprender  acciones colectivas capaces de revertir el curso funesto del orden ecosocial dominante, reformular nuestros estilos de vida urbanos, reapropiarnos del territorio convivialmente, y  mientras se lucha por alcanzar esos logros, atenuar sus consecuencias más letales.

 

El extractivismo en cuestión: territorios, dinámicas, e impactos

 

La noción de extractivismo refiere en primer término a una práctica que no es reciente sino un proceso muy antiguo en la medida en que la extracción de materiales de la naturaleza ha forjado en gran parte la historia de la humanidad. Sin embargo, la asumimos aquí en su acepción contemporánea, como una modalidad de acumulación que comenzó a tomar consistencia de forma masiva en el siglo XVI  cuando el mercado mundial capitalista empezó a estructurarse al calor de la conquista y la colonización europea de América.

Desde entonces unas regiones comenzaron a especializarse de manera forzada en la extracción y producción de materias primas, de naturaleza, en gran escala al tiempo que otras se reservaron para sí el rol de importadoras y procesadoras de esas materias. El extractivismo no se circunscribe únicamente a la explotación de minerales e hidrocarburos y otras materias primas y recursos naturales, sino que incluye también, dado su carácter depredador, extractor de energía y de fertilidad de los suelos sin restituirlos, a la agricultura de monocultivo.

Por  extensión, hablar de extractivismo es hablar igualmente de las infraestructuras y el acondicionamiento del espacio que sus proyectos y megaproyectos implican. Supone, entre otras cosas, deforestación masiva, alteración de la hidrografía y la topografía, remoción de inmensos volúmenes de tierra y rocas, construcción de represas, tendidos eléctricos, almacenes, carreteras, túneles, puentes, vías férreas, autopistas, puertos y aeropuertos, que se implantan en y llegan a atravesar espacios naturales protegidos y territorios autóctonos con el sólo propósito de transferir materias primas a sus destinos de exportación.

El extractivismo funciona hoy en día como un sistema global basado en la búsqueda incesante de recursos naturales, forzando cada vez más lejos y más profundamente la extensión de los límites geográficos y tecnológicos de esta explotación. Esto ocurre principalmente en el “sur global”, pero también en el “norte” como lo demuestran actualmente, por ejemplo, los emprendimientos faraónicos de extracción de gas y petróleo de esquistos. Independientemente del lugar geográfico en el que se despliega, el extractivismo designa un proceso orientado hacia un sistema global desconectado de las realidades locales (Acosta, 2009; Gudynas, 2009; Prada, 2012).

El extractivismo configura no sólo un modo de explotación de recursos sino también un modo de vida e, igualmente, representaciones del mundo modeladas por creencias occidentales como son las ideas de “progreso universal de la humanidad”, “crecimiento ilimitado” y “desarrollo”, así como las falsas soluciones, tales como “desarrollo sustentable”, “economía verde” y “desmaterialización”, que sirven de caución a las prácticas de las cuales se derivan. En un contexto de cambio climático, crisis agroalimentaria y redefinición de la matriz energética, el extractivismo se ha reforzado con la restructuración capitalista neoliberal que produjo cambios en el modo de regulación del Estado, y del modelo de desarrollo, asociados con grandes transformaciones tecnológicas. Esta situación se ha caracterizado por su inestabilidad –como efecto de la financiarización– y una rápida reconfiguración territorial altamente depredadora.

Se puede identificar todo un cortejo de perturbaciones ecológicas y sociales generadas por el extractivismo. De entrada, este fenómeno implica procesos de contaminación masiva que ocasionan daños irremediables a los ecosistemas; es también una grave amenaza climática, puesto que es responsable de la generación de megavolúmenes de gases de efecto invernadero. A esto se agrega el hecho de que este fenómeno se proyecta cada vez más hacia la devastación de los últimos ecosistemas preservados, multiplicando las denominadas “zonas de sacrificio”.

Por cuenta del extractivismo se violan numerosos derechos elementales de múltiples poblaciones, en particular el derecho a vivir en un ambiente sano y el derecho al agua. Además, este proceso cabalga sobre el acaparamiento y la privatización de tierras en beneficio de élites paraestatales y grandes grupos económicos y multinacionales, en detrimento de las poblaciones locales y sus actividades de subsistencia (pesca, agricultura, cría, silvicultura, etc.), constituyendo verdaderos atentados mayores contra sus modos de vida. En última instancia, la dinámica extractivista nos afecta a todos, pero sus consecuencias conciernen en particular a las poblaciones autóctonas, las comunidades rurales y/o marginalizadas (Acosta, 2009; Gudynas, 2009; Prada, 2012).

 

El extractivismo en las ciudades

 

En las ciudades latinoamericanas han operado la acumulación intensiva de territorio y el logro máximo de valor, de modo similar a la dinámica que ocurre principalmente en el ámbito rural, allí donde operan industrias extractivas. Las ciudades del extractivismo se hacen centros neurálgicos de las economías de enclave. La principal función que se les impone es la de ser centros administrativos y logísticos de la actividad, bajando los costos en la fuerza de trabajo, garantizando la reposición de la misma –descanso físico, recreativo– en las cercanías de las zonas de producción, además de lograr buenas condiciones sociales y económicas para asegurar que la actividad no tenga sobresaltos. En todo este proceso, el Estado actúa captando renta, jugando a favor de los intereses corporativos y garantizando la reproducción y circulación de las mercancías. El extractivismo en las ciudades se sustenta en el despojo de capitales excedentarios generados en y a través del espacio urbano. Los excedentes apropiados por esta, provenientes de una creación colectiva, son objeto de una acción predatoria similar a la que se orienta a la obtención de recursos naturales (Viale, 2017;  Zibechi: 2013).

La escalada extractivista destruye el paisaje natural y el paisaje de convivencia en las ciudades. En este proceso depredador, convergen una creciente especulación inmobiliaria, la sobreexplotación del suelo, la fragmentación de morfologías urbanas, el colapso de la infraestructura, el crecimiento del hábitat precario, la elitización residencial, el deterioro de las condiciones de vida urbana, y una mayor exposición a desastres ambientales. En este orden de ideas ocurren desalojos, se provocan migraciones forzadas de población, se concentra riqueza y territorio, se promueve la mercantilización extrema de la vivienda, configurando ciudades degradadas, violentas, insalubres, privatizadas y excluyentes. También diluye de manera creciente las identidades de los barrios y asentamientos de las ciudades, al tiempo que sus habitantes se mantienen al margen de la planificación urbana (Harvey, 2012; Viale, 2017; Zibechi, 2013).

Sometidos a esta lógica, los inmuebles estatales, las tierras y las zonas verdes son pasto de la desposesión. La expansión urbana extractivista subordina, fragmenta y devora bosques, ríos, humedales, praderas, montañas y otros ecosistemas importantes, reduciéndolos en el mejor de los casos a una sucesión de áreas periféricas desconectadas,  ecológicamente y simbólicamente empobrecidas.

 

Ecología social de las ciudades venezolanas en el marco de la crisis del modelo rentista petrolero

 

La lógica extractivista petrolera ha tenido una incidencia medular en la orientación del proceso socio-histórico venezolano de los últimos 100 años y sus concomitancias territoriales. Este hecho deriva de la integración subordinada que mantiene el país con el orden capitalista global, así como de su inserción particular en la trama de procesos y circunstancias sociales, políticas, económicas, culturales y ecológicas que caracterizan al subcontinente latinoamericano.

El extractivismo ha dejado una profunda impronta ecológica en las dinámicas de configuración de las ciudades venezolanas: en la actualidad constituyen verdaderos desaguaderos de energía y materias primas, son dispositivos generadores de detritos y contaminación, y conforman abigarrados asentamientos humanos inermes e insustentables. Esta influencia es también evidente en el imaginario dominante entre sus habitantes, que se asocia a relaciones sociedad-naturaleza, estilos de vida y prácticas concretas (políticas, sociales, económicas, tecnológicas, urbanísticas, etc.) socio-ambientalmente desequilibradas. Hoy día, las ideas predominantes del mundo natural están mayormente desvinculadas de la vida cotidiana en la ciudad. Este sesgo perceptual refuerza el inmenso abismo ideológico y ecológico que distancia a nuestras representaciones sociales de nuestras vivencias y experiencias en el entorno y la trama cultural urbana natural; y oculta los atributos y condiciones de los ecosistemas imbricados medularmente en las actividades humanas.

Las consecuencias ecosociales del extractivismo se hacen más evidentes en la zona septentrional del país como resultado de los patrones de ocupación histórica del espacio y, sobre todo, el crecimiento de la industria petrolera y la veloz e intensa urbanización del siglo pasado que determinaron una situación de localización territorial económica y poblacional signada por la depredación ambiental, la segregación, el desequilibrio y las desigualdades. En esta zona destacan problemas tales como la polución de zonas costeras, ríos y manantiales, y la degradación de cuencas hidrográficas, que se combinan con el deterioro de algunos embalses, humedales, lagunas y lagos como los de Valencia y Maracaibo, y un desmedido consumo  energético.

La extracción y el procesamiento de hidrocarburos, el procesamiento de alimentos y las industrias textiles que cuentan con un parque industrial escasamente diversificado, estructurado en torno a tecnologías obsoletas, importadas y altamente contaminantes que satisfacen una demanda interna distorsionada, son actividades cuyos impactos ambientales afectan intensamente a esta parte del país. En las ciudades del norte de Venezuela, y también en las grandes concentraciones urbanas de los Andes y Guayana, la movilidad y la infraestructura de vías de comunicación están fuertemente condicionadas por la matriz energética dominante, sustentada en los hidrocarburos y el predominio de las soluciones individuales (automóviles particulares) por encima del transporte público. En estos centros poblados se observa una significativa contaminación atmosférica debido a las magnitudes del parque automotor, el precario mantenimiento de los vehículos particulares y de transporte público (acentuado en los últimos años por efectos de la intensa crisis que se vive en el país) y la insuficiente inspección de las autoridades. A esto se agregan la contaminación sónica generada por los vehículos automotores, así como la expansión del comercio informal, con las subsecuentes dificultades en el tránsito automotor urbano, el paso peatonal, la disposición y el manejo de los residuos no peligrosos y la salud de los propios buhoneros. En materia agroalimentaria nuestras ciudades son altamente vulnerables (como lo demuestra la presente situación de aguda carestía e hiperinflación); sus patrones de consumo son anti-ecológicos y están condicionados por la oferta de productos de la “Revolución Verde”, impuesta por el gran capital agroindustrial nacional y transnacional en un contexto de fuerte dependencia con respecto a las importaciones de alimentos.

El paisaje de las ciudades de Venezuela (que da asiento a la gran mayoría de la población) ha sido fuertemente afectado por la expansión y densificación de asentamientos populares, el acelerado deterioro de los servicios y la creciente pobreza que expresan un acceso desigual y deficitario a los recursos (aguas, energía, condiciones de suelo estable para la vivienda, entre otros)  y el detrimento de las condiciones de vida, particularmente agudizado en el último lustro, que inciden en toda la población pero que afligen principalmente a los sectores populares. El continuo avance de la urbanización en Venezuela ha estado estrechamente asociado a estrategias desarrollistas de ingreso y propiedad que favorecen la centralización y la hiper-aglomeración, mostrando en los últimos años un énfasis cuantitativo en la construcción de viviendas que menoscaba la creación orgánica de ciudad, la conformación social y ecológica del hábitat.

A lo largo y ancho de las zonas urbanas y periurbanas se observa el inapropiado manejo de los desechos sólidos y de los rellenos sanitarios existentes, conjuntamente con la creciente cantidad de vertederos manejados sin criterios técnicos, sanitarios y ambientales, situación que se combina con un mal manejo de los residuos hospitalarios, tóxicos y peligrosos. Igualmente generan impactos negativos proyectos agrícolas, turísticos y de infraestructura realizados dentro de áreas protegidas aledañas. La deforestación, que viene aparejada con el crecimiento urbano y la construcción de infraestructura, ha tenido consecuencias nefastas en lo que refiere al fraccionamiento de ecosistemas, desaparición de especies animales y vegetales, y eliminación de manantiales y trastornos climáticos.

En la Orinoquia venezolana, los impactos de la expansión de “polos de desarrollo” y las actividades de las industrias básicas, situadas al interior de centros urbanos o en sus alrededores, han generado importantes pasivos ambientales. Particularmente afectadas resultan las zonas urbanas circunvecinas a los megaproyectos extractivistas de la Faja Petrolífera del Orinoco y del llamado Arco Minero, así como de grandes infraestructuras  situadas en varias regiones. Esto ocurre también en el estado Zulia y otras zonas petroleras del oriente del país. Estos problemas, que tienen a las ciudades como escenario principal,  tienden a agravarse en el marco de políticas de “desarrollo” vinculadas a la concentración de capitales en detrimento del equilibrio ecológico, la equidad, la participación social y los modos democráticos, dando pié a conflictos con comunidades afectadas y organizaciones ambientales, sociales y políticas que han iniciado procesos de resistencia. En el contexto de la actual crisis estructural del modelo societal rentista venezolano, la situación de deterioro socioambiental amenaza con hacerse irreversible, poniendo en riesgo la viabilidad de nuestras ciudades (Velasco, 2017a;  Velasco, 2017b).

Las raras veces que las políticas urbanas proyectadas para nuestras ciudades  incluyen alguna preocupación ecológica, aplican un ambientalismo que se limita a combatir la contaminación generada en la fase final de los procesos, soslayando las causas que dan origen a la degradación ambiental. Este ambientalismo tampoco es capaz de moderar ni la escala ni la aceleración de la destrucción ecológica, es incapaz de afrontar la creciente pérdida de la biodiversidad y de contextualizar las causas de los problemas ambientales urbanos en la trama de relaciones sociopolíticas que se plasman y desarrollan en la ciudad.

Con el paso del tiempo, las limitaciones de estas políticas se han hecho más que evidentes, ya que se muestran económicamente cada vez más costosas y cada vez más ineficaces ante la creciente multitud de destrucciones y peligros que se acumulan y amplían. Peor aún, ayudan a alimentar la ilusión de un tecno-optimismo ingenieril. Un ejemplo emblemático de ello lo encontramos en lo ocurrido con el proyecto de saneamiento que prometía “Un Guaire limpio para Caracas” (2005) y que permanece abandonado en la disipada bruma del óxido burocrático y la retórica demagógica.

 

Alternativas urbanas: más allá del extractivismo

 

Ilustración de Vincent Callebaut.

 

Las posibilidades de superar la crisis de nuestras ciudades (que también es crisis del conjunto del territorio) trascendiendo el extractivismo, suponen la creación y diseminación  colectiva y progresiva de estilos de vida orientados por valores diversos en relaciones de cooperación, reciprocidad y solidaridad a lo interno de la sociedad, y entre esta y la naturaleza; modos de vida con otros modelos de organización, urbanización, energía, tecnología, movilidad, producción, consumo e intercambio, donde se reconcilian democráticamente nuestras aspiraciones personales y colectivas a la buena vida, con los límites ecológicos de la Tierra. Implican también la reapropiación y creación de bienes comunes urbanos partiendo de una visión que se plantea la lucha por el derecho a la ciudad en conjunción con la reivindicación del derecho a otra ciudad.

Si bien se trata de una tarea inmensa, no es una mera fantasía puesto que ya existen experiencias dispersas en nuestro propio país, América Latina y el mundo en general que sirven de referencia: desde el combate que llevan a cabo muchas poblaciones contra las multinacionales mineras y sus socios estatales en todo el continente, hasta el auge del reciclaje de Villa El Salvador en Perú; desde los caracoles zapatistas hasta las experimentaciones con agroecología urbana; desde el renacimiento de Detroit a través del “Do it yourself” en los Estados Unidos hasta la autogestión libertaria en barrios de Atenas; desde las redes de trueque y economía participativa hasta las comunas libertarias de Rojava (en el Kurdistán); por nombrar sólo algunas pocas, las experiencias son múltiples y singulares, locales y globales, y apuntan hacia una utopía concreta. Para ello es necesario diseñar escenarios de transición ecológica, vale decir de procesos de cambio social constante, en donde la estructura y las relaciones socio-ambientales en todo su amplio espectro se transforman, (la atención exclusiva a los aspectos productivos y distributivos no es suficiente para una transición).

En este marco, resulta imprescindible desnudar la lógica de las principales discusiones e intervenciones sobre los ejes económicos o urbanísticos de nuestras ciudades, que continúan obviando sus agresiones al equilibrio socio-ecológico local y sus contribuciones a las mutaciones ambientales de carácter global. Es urgente la ampliación de las políticas urbanas y ambientales, para así poder transversalizar y problematizar socio-ecológicamente decisiones locales de todo tipo y aparentemente alejadas de la problemática ambiental, como podría ser la apertura de un centro comercial, el trazado de calles, las normas de construcción y de diseño urbano, el mobiliario de instituciones y del espacio urbano, la toxicidad de materiales utilizados en la construcción y el uso de edificios públicos, el tipo de alimentación que se da en los colegios u otras instituciones, las formas de urbanización, del ajardinado y el uso social del espacio público, la motorización del transporte y la ordenación del tráfico y del estacionamiento, los valores de justicia social y ambiental de la economía  local, la política fiscal en el tejido económico local, etc.

Adentrarnos en esta ruta requiere contrariar las estrechas ópticas del ambientalismo tecnocrático y desarrollista, promover democráticamente políticas ambientales y urbanas que anden todo el camino, desde sus inicios, que suelen comenzar en alguna montaña, en algún río, o en algún ecosistema específico, hasta los detritos, emisiones y desechos  originados en la ciudad. Pero más aún, es imprescindible que dichas políticas se construyan y se lleven a cabo sobre un sistema de relaciones socio-ecológicas nuevo, donde el concepto de ciudadanía esté unido a los de democracia participativa y democracia directa. La tarea que se impone, pues, es hallar la forma de hacer converger las líneas de reflexión sobre los modelos urbanos y sobre los modelos para la toma de decisiones democráticas por parte de los ciudadanos y las ciudadanas, haciendo de la construcción y reconstrucción de la ciudad una empresa verdaderamente colectiva. Podemos partir de otro sistema de valores, no unidimensionales, especulativos, economicistas ni extractivistas que permitan el florecimiento de alternativas urbanas a la lógica imperativa de la globalización insustentable, creando ciudades que respondan a las necesidades de la ciudadanía, sobre todo de los sectores más pobres, excluidos y vulnerables, teniendo en cuenta sus puntos de vista, involucrando de  manera directa sus conocimientos y capacidades.

Esto implica, entre otros aspectos, hacer ciudades que consideren la perspectiva de la infancia y la juventud (espacios de juego, equipamientos deportivos), de las personas discapacitadas (la falta de accesibilidad las convierte en auténticas prisioneras), de las personas mayores (con escasísimos lugares de esparcimiento); ciudades que erradiquen la dictadura del automóvil particular, con su desmedido derroche energético y sus consecuencias de degradación ambiental; una ciudad que fomente una cultura plural en un marco de independencia, igualdad, diversidad, creatividad, libertad y sustentabilidad. Entre los ejes de análisis y de acción que estas políticas suponen podemos mencionar los siguientes:

  • La reestructuración urbana y regional, con la creación de “poblados en transición” a escala humana y local, que contribuyan a detener el crecimiento incesante y no planificado de las ciudades (y también la construcción de mega infraestructuras).
  • El reciclaje y revalorización de las ciudades existentes (con programas masivos de rehabilitación de edificios, utilización de las viviendas no ocupadas, impulso de las cooperativas de viviendas), y la creación de actividades socioproductivas que contribuyan a la autosuficiencia ecológica energética y alimentaria en el medio urbano.
  • El reequilibrio entre ciudad y campo, y la democratización urbana con poblados policéntricos con núcleos urbanos de escala reducida, que favorezcan la cercanía de los ciudadanos y ciudadanas a  los ámbitos de decisión.
  • El despliegue de formas alternativas de democracia participativa y directa, independientes del poder estatal, para el gobierno de las ciudades, con movilizaciones socio-políticas que incluyan hipótesis de reorganización territorial democrática y equilibrada.
  • El fortalecimiento de las economías populares (economías ecológicas, solidarias y participativas, alternas a la dicotomía entre economías públicas y privadas: autogestión, microproyectos, etc.), sobre la base del aprovechamiento sustentable de los recursos derivados de los ecosistemas, en los cuales dichas economías se despliegan y en el marco de esquemas de inserción eco-regional.
  • La relocalización económica y reconversión industrial gradual, que dé prioridad a las actividades con utilidad social y ecológica, tales como los circuitos cortos que generan riqueza localmente, con baja huella ecológica y con alta capacidad de resiliencia.
  • La potenciación de la relación biodiversidad y sociodiversidad, con miras al fortalecimiento de las reivindicaciones de las minorías urbanas.
  • La promoción de modelos de complementariedad territorial y urbana, antes que de competitividad.
  • El impulso a políticas y planes de movilidad sustentable (con el transporte público, el peatón y la bicicleta en el centro de las preocupaciones urbanísticas).
  • La diversificación y ecologización de la matriz energética que acompañen un proceso simultáneo y progresivo de minimización del uso de combustibles fósiles y de promoción de la sobriedad energética en el marco de acciones lúcidas y eficaces contra el cambio climático.
  • La restauración y la regeneración ambiental de ecosistemas depredados por la urbanización salvaje y la especulación inmobiliaria.

No conocemos en el caso venezolano experiencias que sinteticen estas orientaciones para la acción transformadora urbana. No obstante, existen intentos puntuales pasados y actuales, desarticulados, desplegados con intermitencia en el tiempo, con duraciones variables y logros diferenciales, así como diseños y proyectos no ejecutados que pueden servir de referencia. Desde esta perspectiva, entre las grandes intervenciones que de alguna manera involucran varios de estos ejes de acción en un proceso de transición urbano-territorial, señalaremos a manera de ejemplo algunos que consideramos medulares.

Un aspecto esencial que, a pesar de la diversidad de dinámicas y situaciones que se expresan en nuestro universo de ciudades, aplica de modo general a nuestra realidad urbana, tiene que ver con las posibilidades de conversión de estas en ambientes de convivencia e interacción a escala humana. Hablamos de ambientes que amplíen y diversifiquen el acceso a bienes, servicios, espacios públicos y posibilidades tecnológicas, que propicien el ejercicio y la maduración de la democracia participativa y la democracia directa, que reactiven y potencien las dinámicas y equilibrios ecológicos buscando conservar un entorno natural y sensorial con el tipo y concentración de estímulos adecuados a un ámbito comprensible, apropiable, limpio y relajado, conectado a través de la trama urbana. Dicho ámbito debería contribuir a que las necesidades básicas se satisfagan en un radio similar al de los asentamientos originarios y a que la necesidad de  desplazamientos mayores se presente con una frecuencia razonable.

En este orden de ideas, creemos que deben rescatarse proyectos como el plan de saneamiento ambiental integral peatonal y de áreas verdes “Toda Caracas un Parque”, expuesto inicialmente en 1980 y presentado de nuevo con actualizaciones en el encuentro Por una Caracas Ecológica: Otra Ciudad es Posible, realizado en el año 2011 (Izaguirre, 2011). En el mismo, se planteó una intervención estructural de Caracas a escala metropolitana, con dinámicas sociales para la recuperación del espacio público, cuyo propósito era revertir el predominio de los ejes viales en la ciudad (fundamentalmente creados para el predominio de los vehículos automotores y de la matriz energética centrada en los combustibles fósiles) y sustituirlo por la primacía de los ejes peatonales. Dicha propuesta comprendía una interconexión no lineal de parques urbanos existentes y nuevos parques, zonas verdes, ecosistemas estratégicos (entendiendo como tales aquellos que sostienen y conducen procesos ecológicos imprescindibles para el despliegue y sostenimiento de la ciudad-región). Incluía además un proceso de recuperación, saneamiento y restauración gradual de fuentes de agua, quebradas y riachuelos desde sus cabeceras y a lo largo de sus riberas para integrarlas al entrecruzamiento de espacios y senderos peatonales.

Una intervención de este tipo para crear y recrear espacios peatonales, activados desde el punto de vista de sombra y espacios de estadía, con escenarios naturales o mostrario de ecosistemas regionales, es un instrumento que favorece el arraigo territorial y la construcción de identidades culturales. Nuestras ciudades y las regiones o ecorregiones en las que se insertan (el cómo se imbrican en el sistema urbano en el mosaico de ecosistemas que componen la región tiene que ver con el espacio público en la urbe peatonal) tienden a combinar una mezcla densa de paisajes en distinto grado de transformación: urbanos, periurbanos, silvestres, de colonización, etc., de manera tal que entre estos cinturones de transformación se requieren barreras, circulaciones y espacios de encuentro, la mayoría de los cuales corresponden a elementos de la ciudad peatonal. El diseño y desarrollo de estas franjas de transición (con frecuencia móviles) es imprescindible para conservar un paisaje equilibrado, respetando la biodiversidad y la diversidad cultural, el derecho a ser de cada modo de vida en particular, en cada municipalidad, barrio, urbanización, sector o asentamiento.

Con una visión de transición hacia la eco-movilidad y una matriz energética diversificada y cada vez menos centrada en el petróleo, una propuesta como la que hemos esbozado se complementa con la promoción de la bicicleta y un trazado de ciclovías cuidadosamente empalmado con la red de espacios y senderos peatonales. En el caso que nos ocupa debe trascenderse el carácter de “parches“ más o menos desarticulados que muestran las escasas intervenciones que en esta materia se han llevado a cabo en ciertos lugares de Caracas y otras zonas de Barquisimeto, Barinas, Los Teques, Maracaibo, Mérida y Vargas, procurando un uso diversificado y masivo de la bicicleta que no se limite a los fines deportivos y recreacionales. En el marco de una integración de políticas de transporte y de uso del suelo, fundamentadas en la idea de la movilidad como un bien común, se puede desplegar progresivamente una red accesible y consolidada de transporte público eléctrico, propulsado por biogás y/o energía solar, con nodos y puntos de enlace en núcleos urbanos específicos, interconectando trenes, cable trenes, metros, autobuses, trolebuses, funiculares, monorrieles y, en ciertos casos, diversas embarcaciones, delimitando escalonadamente la movilidad doméstica y profesional.

Este escenario alterno de movilidad puede incluir  la propiedad, el mantenimiento y la utilización compartida de automóviles buscando dar más valor al significado de lo común; a tales efectos, y como complemento podría retomarse la iniciativa del “Día de Parada” puesta en práctica en Caracas a comienzos de la década de los ochenta del siglo pasado, y el proyecto de PDVSA-CORPOVEN de impulso al Sistema de Gas Natural Vehicular iniciado en 1998, posteriormente interrumpido y relanzado sucesivamente en 2006 y 2009 con el nombre de “Mi Carro a Gas”, para ser nuevamente desechado. Convendría también asociar esta acción con el establecimiento de ciertas restricciones para la circulación de vehículos automotores en determinados espacios urbanos como, por ejemplo, los cascos históricos. Otras medidas complementarias podrían ser la promoción de inversiones para la transición y mejora de porcentualidades en el mix energético de consumo entre gasolina, diesel, gas natural y energías renovables en los automotores, la incorporación de placas fotovoltaicas en la red vial y la instalación de sistemas termosolares para el mobiliario urbano (postes, faroles, semáforos, marquesinas y estacionamientos).

Un aspecto crucial para la transformación de nuestras ciudades que también merece nuestra atención, tiene que ver con el diseño y la puesta en marcha de estrategias que permitan avanzar hacia la conformación y consolidación de sistemas alimentarios urbanos más justos, sostenibles, próximos y eficaces. Desde la última década del siglo pasado han surgido y se han desarrollado en distintas entidades del país iniciativas de agricultura urbana, tales como bancos de semillas, gallineros comunitarios y jardines comestibles, en centros educativos, terrenos baldíos, patios, parques y vecindarios. En la actualidad, sabemos de experiencias que con mayor o menor éxito persisten en Caracas, Maracaibo, Barquisimeto, Cabudare, El Tocuyo, Maracay, Turmero, Coro, Punto Fijo, Trujillo, Valera, Guanare, Barinas, Mérida, El Vigía, Puerto Ayacucho y Tucupita. Buena parte de ellas cuenta con un perfil netamente agroecológico, entendiendo aquí por agroecología a la agricultura de naturaleza sistémica, inserta en el territorio a través de la acción social colectiva mediante tecnologías apropiadas (variedades autóctonas y prácticas de protección del ecosistema en su conjunto), contando con los conocimientos ancestrales y tradicionales y partiendo de principios ecológicos y de austeridad en el uso de insumos (Gliessman, 2005; Sevilla, 2011).

Se trata sin embargo de emprendimientos dispersos, algunos de ellos han contado con apoyo oficial ocasional o que se interrumpe y prosigue a intervalos, otros poseen un carácter más autónomo. En algunos casos han ensayado esquemas de redes que comparten  experiencias, iniciativas, producciones, innovaciones y reflexiones; un ejemplo de ello lo constituye “Mano a Mano”, un espacio de cooperación entre productores y consumidores de alimentos agroecológicos creado en Mérida en 2010, basados en los principios de solidaridad, intercambio justo y defensa de los derechos a un ambiente sano y a una alimentación segura y soberana, que reúne a decenas de familias de consumidores y de productores agroecológicos. Hay referencias interesantes en materia de huertos escolares que involucran a la comunidad educativa en la producción de alimentos sanos y libres de agrotóxicos para proveer a comedores escolares, garantizando dietas saludables, seguras, culturalmente adecuadas, ambientalmente apropiadas y fundadas en los derechos. Como digno de ser imitado, citamos el proyecto de huerto agroecológico y comedor llevado a cabo en la Escuela Canaima de la parroquia La Vega de Caracas durante casi treinta años. Otro ejemplo interesante, esta vez en el caso de la experimentación, la formación, la asesoría y el acompañamiento a comunidades urbanas y periurbanas, así como a grupos de estudiantes de distintos niveles, es el del Centro Ecológico Social “Bolívar en Martí” del sector La Bandera, parroquia El Valle de Caracas, fundado a finales de los años 90.

Contando con estas y muchas otras experiencias en un marco de articulación solidaria y cooperación se puede dar impulso a procesos que contribuyan a la obtención de alimentos de cercanía sanos y sabrosos, que estimulen la economía local y favorezcan un manejo agroecológico de la tierra y una mejora del ambiente urbano y periurbano. Dichos procesos pueden combinarse con la creación de bosques urbanos comestibles, así como con programas y proyectos de permacultura, un campo de investigación sobre circuitos que fomentan la vida y una metodología para realizar proyectos sostenibles que integra armónicamente la vivienda y el paisaje, ahorrando materiales y produciendo menos desechos, a la vez que se conservan los ecosistemas, en torno a una concepción de ciudad que toma en cuenta criterios bio-climáticos (Von Werlhof, 2016). Para ello puede contarse con referentes tales como la Fundación Gaïa de Mérida y otras que en Venezuela forman parte del capítulo local de la Convergencia Latinoamericana de Permacultura. Esta conjunción de esfuerzos la pensamos en términos de planes urbanos de abastecimiento que, comenzando desde la unidades familiares, pasando por las comunidades, comunas, parroquias, municipalidades, etc., contribuyan significativamente (aunque sin pretender sustituir el papel de la agricultura rural) a la construcción de soberanía alimentaria a diferentes escalas, proyectándose hacia los tejidos periurbanos y revitalizándolos en todas los fases de la cadena agroalimentaria (producción, procesamiento, distribución y consumo).

Las realidades de nuestra crisis eco-social urbana urgen un viraje profundo en nuestras culturas ciudadanas hacia un futuro más vivo, justo y solidario. El que esto ocurra dependerá en gran medida de las reflexiones, los debates y las iniciativas que, desde este mismo momento, emprendamos todos como ciudadanos y ciudadanas, con una gestión urbana y territorial colectiva que reemplace el sistema instaurado por élites burocráticas y privadas de profundo y perverso arraigo en el extractivismo, el capitalismo, el estatismo, y la corrupción. Esto implica combinar múltiples enfoques, herramientas y actividades participativas como foros, seminarios, talleres, exposiciones, mesas redondas, charlas, cineforos, paneles y discusiones radio-televisadas, redes sociales, programas de animación sociocultural, formación ambiental, y educación vial, asambleas, cabildos abiertos, movilizaciones y celebraciones, buscando conectar a personas, diferentes grupos y organizaciones en un vasto movimiento ciudadano, así como formular, mostrar, evaluar y acompañar alternativas, potenciar el cambio sociocultural, sociopolítico y socioambiental.  Para un proyecto semejante nos hace falta convencer, convencer, lograr que el proyecto sea útil, deseable y creíble, que no sea entendido como un mero proyecto moralizante (aunque, sin lugar a dudas, debe ofrecer un espacio importante a la dimensión ética), sino como un proyecto transformador y emancipador.


Referencias bibliográficas

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GUDYNAS, Eduardo: “Diez tesis urgentes sobre el nuevo extractivismo, contextos y demandas bajo el progresismo sudamericano actual”, en  AAVV: Extractivismo, política y sociedad. Quito. CAAP/CLAES,  2009.

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Autor

Francisco Javier Velasco

Antropólogo y Ecólogo Social. Doctor en Estudios del Desarrollo, Maestría en Planificación Urbana mención ambiente, Especialización en Ecodesarrollo, profesor investigador del CENDES UCV.

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