Transformar en tiempos de crisis: algunas coordenadas para transitar el post-extractivismo en Venezuela

Transformar en tiempos de crisis: algunas coordenadas para transitar el post-extractivismo en Venezuela

Por: Emiliano Teran Mantovani

NO. 2 Revista Territorios Comunes


I. Introducción

Desde la década de los años 30 del siglo pasado, en Venezuela se han propuesto algunas coordenadas para pensar alternativas al modelo petrolero dominante. Se comenzaron a debatir los peligros de la dependencia nacional respecto al crudo y la idea de “sembrar el petróleo” comenzó a hacerse hegemónica, en un primer momento, con una perspectiva de reivindicación agrícola y posteriormente (después de la Segunda Guerra Mundial) más referida a la modernización, la industrialización y la urbanización.

Esta noción ha sido central en las discusiones sobre cómo “salir del modelo rentista” –incluso en las corrientes de izquierda–, hasta el punto de haber sido retomada en la Revolución Bolivariana e inscrita en el proyecto del Socialismo del Siglo XXI –recuérdese que así se llamó el plan de Petróleos de Venezuela (PDVSA) propuesto desde 2005.

Sin embargo, la siembra del petróleo y la gran mayoría de las perspectivas sobre transformación del modelo de desarrollo imperante, han estado atravesadas de manera determinante por las nociones de ‘desarrollo’ y ‘crecimiento’, muy cuestionadas en la actualidad desde corrientes alternativas como los estudios decoloniales, la economía ecológica o la ecología política, por sus impactos negativos en términos de las desigualdades sociales que producen, su dependencia sistémica o su insostenibilidad ambiental(Escobar, 2007; Lang y Mokrani, 2011;Teran Mantovani, 2014a).

Aunque en el proceso bolivariano reciente se propusieron figuras de participación popular y de emprendimientos de escala comunal, y se tomó la bandera del “eco-socialismo”, el proyecto fue, en esencia, configurado bajo una lógica desarrollista y corporativa, basado en la expansión y el relanzamiento del extractivismo.

El siguiente texto se propone (re)pensar las posibilidades y tránsitos hacia modelos alternativos, en los cuales se puedan recentrar el rol de los tejidos comunitarios, de las soberanías populares-territoriales, así como de otras formas de relacionarse con la naturaleza, con la vida ecológica.

Pocas han sido las miradas que han podido aportar al respecto en las discusiones sobre transformaciones en Venezuela. Desde la década de los años 70, Juan Pablo Pérez Alfonzo comenzaba a proponer cuestionamientos a la idea de crecimiento y a la propia extracción petrolera, siendo tildado de loco por algunos personeros de la política nacional. Así, varias voces visionarias –como Ibrahim López García o la Red de Alerta Petrolera Orinoco Oilwatch, donde participó Francisco Mieres– han sido poco atendidas, y destaca la carencia de espacios y ámbitos para pensar estas transiciones desde perspectivas comunales y eco-políticas.

El colapso actual del modelo rentista petrolero y las significaciones de la crisis civilizatoria global, nos plantean la enorme necesidad de transitar por estos horizontes, al tiempo que nos coloca ante enormes retos que enfrentar. Son, a nuestro juicio, debates urgentes.

II. Dos premisas para pensar transformaciones y transiciones: complejidad/multiescalaridad y las luchas de los comunes

Complejidad/multiescalaridad

Los caminos hacia transformaciones y transiciones de amplia escala social no son de ninguna manera lineales ni polarizados, aunque muchas veces sean anunciados así –por ejemplo, el tan mentado salto del capitalismo al socialismo. Antes que apariciones súbitas, estas transformaciones van germinando al interior de los sistemas existentes y dominantes, y coexistiendo con las formas de producción y reproducción socio-política hegemónicas, hasta convertirse en un momento determinado en lo que sería la nueva forma social preponderante.

La crítica al extractivismo no se resume solamente a un “sí” o “no” al extractivismo. La salida de la Venezuela petrolera no implica que al día siguiente se cerrarán todos los pozos petroleros. Se trata más bien de un análisis y discusiones de los volúmenes y los emprendimientos existentes, de los sentidos y fines de la actividad económica, de las formas de distribución de la riqueza existente, de la conjugación de las diversas territorialidades y temporalidades que están coexistiendo, en pro de la formación de nuevos ordenamientos societales. Aunque en su conjunto, una transición post-extractivista en el país podría llevar décadas, existen múltiples procesos que pueden comenzar a ser transformados en el presente y otros que ameritan mayores trámites.

Al mismo tiempo, todos estos procesos necesitan ser pensados en varias escalas geográficas que operan simultáneamente. Factores de escala global (como los tipos de inserción en el mercado mundial) y regional (como las discusiones sobre regionalismos e integración) funcionan en consonancia con las cuestiones de carácter “nacional”, las de escalas regional-nacionales (como los ordenamientos de las biorregiones) y las de escalas locales (ciudades, unidades barriales, comunidades campesinas, comunidades indígenas, etc.).

En el mundo actual, vivimos en sistemas sociales hiper-complejos, con numerosas variables en juego, con alta movilidad e interdependencia, y con altos niveles de inestabilidad y caos sistémico. Esto es crucial tomarlo en cuenta, reconociendo al mismo tiempo los límites para establecer planificaciones centralizadas de mediano y largo plazo, y la necesidad de desarrollar resiliencia, que es la capacidad de los tejidos sociales y ecosistemas para absorber, adaptarse y recuperarse ante perturbaciones significativas, sin que sus funciones y estructuras sean afectadas en forma determinante (Hopkins en Bollier y Helfrich, 2012).

La población, como conjunto, no ha vivido en una sociedad post-extractivista y post-rentista, por lo que contamos con pocos referentes materiales que puedan orientar los cambios planteados. Si bien, algunas comunidades (como los indígenas yekwana del río Caura) conservan modos de vida de los cuales se pueden adquirir importantes aprendizajes, la realidad es que el enorme grueso de la población no conoce o está muy desligado de otras formas de estar en el mundo diferentes a las dominantes. Tenemos que imaginar y crear cursos de acción que nos ayuden a transitar estas posibilidades de transformación hacia la democracia ecológica y radical.

Correlación de fuerzas y las luchas de los comunes

A nuestro juicio, no es posible pensar el impulso de transformaciones significativas del modelo imperante sin tomar en cuenta las estructuras de poder y las relaciones de dominación que imponen dicho modelo. En este sentido, una transición post-extractivista con un horizonte de democracia ecológica radical supone desafíos a los sectores que detentan el poder y se enriquecen en el régimen de acumulación de capital establecido –por ejemplo, los sectores que se benefician de la importación de alimentos y no les interesa la expansión de las formaciones agrícolas en el país.

Las transformaciones y transiciones dependen claramente del marco de la correlación de fuerzas. Por ejemplo, los tipos de políticas públicas dependen de la tendencia política de los actores que ocupen los cargos de los gobiernos centrales, regionales y locales. Esto ya señala la previa conformación de bloques de poder que posibiliten el éxito electoral y la asunción de dichos cargos. A su vez, la permanencia, contraloría, y en general, el accionar de estos gobiernos requiere también del nivel de interpelación y vigilancia que se pueda generar desde el campo social, en pro de transformaciones que favorezcan a los pueblos y la naturaleza. Esto último está entonces sujeto a la fortaleza relativa de las organizaciones sociales existentes, para hacer valer sus derechos y lograr posicionar sus agendas y reivindicaciones, así como a las condiciones materiales y culturales para que esto pueda ser así.

Lógicamente surge la recurrente pregunta sobre cuál debería ser el rol del Estado en las transformaciones. Partimos de restar centralidad a dicho rol y colocar en el centro de estos procesos a lo común (o los comunes)(Bollier y Helfrich, 2012; Gutiérrez Aguilar, 2015; Federici, 2013; Negri y Hardt, 2011), que puede ser entendido como un ámbito, subjetividad, forma, cosmovisión y praxis de la vida socio-ecológica que se produce desde la acción colectiva de tejidos sociales cooperativos (estables o no, fortalecidos o intermitentes), los cuales interactúan de manera más o menos sinérgica con sus ecosistemas, para reproducir su vida inmediata.

Se trata de una dimensión histórica de lo político y lo territorial que se produce y reproduce más allá del mercado, del Estado, del capital –el también llamado “tercer sector” (Coraggio, 1999). Sin embargo, esto no propone un análisis de unidades locales aisladas, sino, como ya hemos expresado, de las formas en las cuales estas se relacionan e interactúan con las diferentes escalas y ámbitos para las transformaciones.

Esta relacionalidad es no menos que paradójica y conflictiva. Por ejemplo, un Estado más soberano ante las dinámicas volátiles y desiguales del mercado mundial apunta a un Estado que debe ser más fuerte, lo cual al mismo tiempo supone el crecimiento de lógicas de centralización, corporativización y monopolización, que van en detrimento del campo social y entran en conflicto con el ámbito de los comunes.

En la gran diversidad de perspectivas e intereses que están en contraposición en estas diferentes escalas y temporalidades de transición –como, por ejemplo, los planificadores estatales de una hidroeléctrica que entran en conflicto con campesinos posiblemente desplazados por el proyecto–, se producen, en efecto, acuerdos, pugnas y negociaciones. No obstante, partir de la centralidad de lo común supone reivindicar en primer lugar el agenciamiento de los actores sociales, las particularidades culturales y ecosistémicas de cada territorio, las expresiones concretas de democracia directa y la necesidad de una perspectiva inmanente de la soberanía.

Ante estas premisas, surgen importantes preguntas: ¿Qué nuevas estructuras de gobernanza y marcos institucionales pueden posibilitar otras formas de poder donde los comunes puedan participar directamente en la gestión y transformación de la sociedad? ¿Puede, por ejemplo, la población involucrarse directamente en la administración de los fondos públicos, en el manejo de la renta petrolera? Si fuese así, ¿Cómo podría materializarse? ¿Cómo, desde diversas formas de soberanía popular-territorial, pueden configurarse formas institucionales de autogobierno y gestión de los bienes comunes, y cuál sería el rol del Estado en estas figuras?

Múltiples son las interrogantes que pueden plantearse. En todo caso, el actual contexto venezolano de intensa crisis y conflictividad, nos coloca ante un escenario notablemente volátil e intrincado, y por tanto, supone un marco de fuertes disputas y condiciones muy adversas. En este sentido, es necesario pensar en la re-organización de las agendas populares de lucha ante estos nuevos escenarios y las vías para fortalecer el campo popular ante las demandas de transformación de los actores sociales. Y al mismo tiempo, es vital reconocer estas múltiples escalas y temporalidades que operan en las transiciones. No se puede sólo esperar a que llegue un futuro mejor, sino que es esencial tratar de transformar en los espacios y ámbitos en los cuales se pueda ir avanzando.

III. Transiciones en visión panorámica: renta petrolera, políticas públicas y re-organización geo-económico-ecológica

Desde esta perspectiva relacional, inicialmente planteamos algunas coordenadas que consideramos centrales para impulsar transformaciones y transiciones en forma de políticas de amplio espectro. Esto es, algunas medidas que se expresan en políticas públicas, mecanismos de distribución de la renta petrolera y formas de reorganización de la materialidad de la vida socio-ecológica. Dadas las limitaciones de este artículo, muchas de estas propuestas sólo podrán ser brevemente mencionadas, dejando otras sin señalar.

En primer lugar, y ante la grave situación de crisis que se vive en el país, es necesario determinar medidas de “emergencia” para enfrentar cuanto antes los problemas más graves y sensibles que afectan a la sociedad venezolana –como la precariedad del acceso a los alimentos o de los sistemas de salud, por nombrar dos ejemplos.

En segundo lugar de prioridad, deberían estar las medidas que vayan atenuando los aspectos más perniciosos del histórico modelo de desarrollo dominante –como por ejemplo, los enormes despilfarros de excedentes económicos (por mala administración, corrupción, o cortoplacismo); las particulares tendencias a altos índices de intensidad relativa en consumo de energía y bienes suntuarios; o bien las tendencias a aumentar la intensidad y extensión de los emprendimientos extractivos para “salir de la pobreza” y “financiar el desarrollo”.

Y en tercer lugar, está el impulso de medidas de transformación que, en diversos grados, van a tocar las estructuras del modelo de desarrollo imperante –como son por ejemplo, cambios en las estructuras de propiedad, nuevos formatos de gobernanza política y sobre los bienes comunes, o modificación del peso de los sectores dominantes de la economía.

Para la transformación de una economía rentista como la venezolana, es central y necesario operar desde la arquitectura de los mecanismos de distribución de la renta petrolera, re-configurando una orientación que desmonte y desestimule los factores que dinamizan y posibilitan al propio rentismo, al tiempo que abra caminos para una nueva organización post-extractivista. Sin embargo, esto tendría un sentido de transformación profunda sólo en la medida en la que tribute y haga parte de una re-organización de la sociedad, que abarque también una más justa, directa y participativa distribución y usufructo de la materialidad de la vida –como las tierras, el agua, las semillas, la biodiversidad, la energía y en general, los bienes comunes naturales–, incluyendo las posibilidades para el despliegue de diferentes modos de ocupación y distribución del territorio, y de la enorme diversidad cultural y de valoraciones sociales en el país. A cada desactivación de las formas de la sociedad extractivista/rentista deben generarse en armonía y simultaneidad la creación, activación y expansión de formas de una economía productiva y para la vida, de manera que la transición pueda ser viable y sostenible.

Todo esto supondría pues, el progresivo desmontaje de numerosas intermediaciones que impiden la asunción de formas más directas de gestión y usufructo de la riqueza de la vida y de la toma de decisiones políticas. La crisis y agotamiento histórico del modelo de acumulación rentista (Baptista, 2010; Teran Mantovani, 2014b), al afectar los procesos y circuitos de captación, acumulación y distribución de la renta, y por ende, a todo el conjunto de una economía que gira alrededor de este excedente monetario, hace aún más imperiosa la necesidad de revalorizar el rol social de la riqueza ecológica, de la reproducción y generación de la que podemos llamar la riqueza por apropiación social de procesos (Teran Mantovani, 2014b).

Entonces, ¿De qué disponemos para una transformación? ¿Con qué contamos? ¿De qué podemos prescindir? ¿Qué necesitamos que crezca y qué necesitamos que decrezca?

La distribución de la renta petrolera

El típico argumento de los defensores y/o justificadores del extractivismo –entre los que se incluyen los gobiernos progresistas y un grupo de intelectuales que los han secundado– es señalar que necesitamos más extractivismo para captar más excedentes monetarios y así salir de la pobreza e impulsar el desarrollo, hacia otro ordenamiento social productivo. Pero antes de pensar en aumentar la extracción petrolera y minera para captar más renta –como ha sido propuesto a partir del ambicioso plan de la Faja Petrolífera del Orinoco (FPO) y el Arco Minero del Orinoco (AMO)–, es esencial comprender que en primera instancia el problema no es cómo captar más, sino cómo se distribuye la que tenemos.

En la raíz de una buena parte de nuestros males económicos está un problema estructural propio de la distribución capitalista/rentística, que se magnifica perversamente con la metástasis de la corrupción –con estafas mil millonarias como la de las adjudicaciones ilícitas de divisas preferenciales (SITME)–, las disputas políticas domésticas (que buscan afectar al rival por la vía económica), las diferentes formas de fuga de capitales, y el grave y recurrente problema del endeudamiento público.

Es necesario ir desmontando, uno a uno, los incentivos que configuran la sobre-determinación capitalista/rentística que caracteriza nuestro modelo, así como los desincentivos a formas productivas, sostenibles y/o de gestión social. Uno de los mecanismos de distribución más determinantes, la tasa de cambio, debe evitar anclarse prolongadamente en la sobrevaluación, tributando en cambio a una transformación productiva y que desestimule las importaciones masivas y los sectores que se enriquecen de ellas. Como ya se ha mencionado, una política tal, por sí sola, no podrá transformar la condición rentística. Además de conjugarla con otras medidas, será necesario gestionar acciones compensatorias ante el incremento de los precios internos, y por ende, ante la afectación social del consumo.

Es fundamental revisar todo el conjunto de impuestos que cobra el Estado, en todos los ámbitos –la baja carga impositiva ha sido un mecanismo histórico de distribución de renta del Petro-Estado venezolano–, lo que permitiría un rediseño que los oriente hacia la transformación post-extractivista. Por ejemplo, Venezuela está entre los tres países de América Latina y el Caribe, y el primero de Suramérica, con los ingresos tributarios más bajos respecto a su PIB (14,4% en 2016, 8,3% menos que la media regional, 22,7%)[1] (OCDE et al., 2018). Es necesario un replanteamiento de las tributaciones sobre, por ejemplo, proyectos extractivos existentes y propuestos (como los mineros e incluso petroleros o gasíferos) o en los sectores de la banca privada. Las empresas transnacionales que explotan o llegaran a explotar algún bloque en la FPO no sólo deben reparar todos los daños ambientales que pudiesen causar, sino que estos perjuicios deben ser penalizados debidamente. La captación impositiva nacional debe ser cargada principalmente sobrelos sectores que acumulan mayores ganancias, e ir progresivamente disolviendo el Impuesto al Valor Agregado (IVA), que representa 55,8% del total del ingreso tributario nacional –la cifra más alta de América Latina y el Caribe (OCDE et al., 2018)– y que es asumido por la clase trabajadora del país.

De igual modo, es esencial la derogación de subsidios perniciosos, y en su lugar, impulsar un programa de incentivos fiscales a sectores productivos, formas de consumo sostenible y energías alternativas. Todos los subsidios deben ser transitorios, que tengan un carácter correctivo y que puedan sostenerse por el tiempo pautado (Álvarez, 2015). El ejemplo más emblemático de un subsidio pernicioso es el del precio de la gasolina –la más barata del mundo–, que podría en cambio ser incrementado, pudiendo captarse (entre recaudación interna y aumento de las ventas al exterior) más de 10 mil millones US$. Con este monto podría financiarse un plan para el mejoramiento y la expansión de un sistema de transporte público, que además podría diseñarse en conjunto con otras propuestas de movilidad más sustentables y que contribuyan al rediseño de las ciudades del país.

Podría a su vez promoverse un programa de reconversión del parque automotor hacia el gas natural (Álvarez, 2015),lo que permitiría también promover vías menos contaminantes para la movilidad automotora. Esto debería ir de la mano de la reformulación del perfil de los emprendimientos extractivos: menos petróleo, más gas, tomando en cuenta las grandes reservas de este hidrocarburo en el país.

A nuestro juicio, es fundamental recuperar el debate sobre los procesos de inundación de divisas, que ocurren principalmente como efectos de un boom de los precios internacionales del crudo, seguidos por alucinantes políticas de inversión en mega-proyectos y formas de incentivo masivo al consumo de productos importados[2].Desde los debates sobre los efectos de la “enfermedad holandesa”[3], hasta las consideraciones de la renta petrolera como un obstáculo para el “desarrollo productivo” (Baptista, 2010), se desprende la necesidad de la creación de un fondo petrolero soberano –que podría ser similar al Government Pension Fund Global de Noruega– de manera tal de mantener al margen de la economía nacional una proporción de los excedentes (considerados como “ganancias exorbitantes”) que puedan generar las ya conocidas distorsiones y desequilibrios que tantos perjuicios económicos, culturales y políticos han provocado.

Resaltamos también la importancia de las asignaciones directas de la renta a grupos, asociaciones comunitarias, barriales, campesinas, indígenas, experiencias de producción social, entre otras, de manera de evitar la burocratización de estos mecanismos y las diversas formas de apropiación ilícita de los excedentes por parte de funcionarios públicos de diferentes rangos. Pero estas asignaciones, antes que representar sólo bonos determinados o formas tercerizadas de ampliación del empleo público, es esencial que sean dirigidas y tengan un objetivo de potenciar procesos productivos y de empoderamiento popular que posibiliten el posterior desarrollo de ciertos rasgos de autonomía en las comunidades receptoras –como por ejemplo, que se formen y consoliden iniciativas productivas, energías alternativas autogestionadas, formas de educación territorializada y de formación integral, creación de fondos comunales o bien la posibilidad de realizar nuevas inversiones en iniciativas sociales, así como la creación de redes y cadenas productivas solidarias.

No bastará, por más grandes que sean las inversiones, si estas iniciativas no logran ciertos niveles de organicidad y autonomía respecto a los agentes estatales y del mercado. Pero al mismo tiempo, deben instituirse mecanismos para que la población, en sus diferentes expresiones organizativas, pueda realizar formas de contraloría y auditoría de las cuentas públicas, tanto a escalas locales como incluso en lo que refiere a las grandes finanzas. Este elemento es clave para evitar repetir las experiencias del pasado. No se trata sólo de un problema ético, sino de cómo un marco político-institucional facilita o no la transparencia, vigilancia y auditoría de los bienes que son de todos.

Un proceso serio y sistemático de distribución post-extractivista de la renta petrolera plantea, por tanto, la discusión sobre cuánta debe ser la intensidad, ritmos y volúmenes del extractivismo. Esto, con el objetivo claro de pasar de un extractivismo desmedido a uno que comience a tributar a una economía en transición hacia un modelo democrático y orientado a la reproducción de la vida que, finalmente, termine por desplazar al extractivismo como forma central de la economía.

Esto requeriría un análisis de los principales emprendimientos en el país, principalmente de la industria petrolera. ¿Cuál es la cuota promedio de extracción petrolera diaria que sería suficiente para cubrir los gastos corrientes, los pagos y servicios de la deuda que se convenga cancelar (luego de hacer una exhaustiva revisión de lo que podría ser catalogado como “deuda odiosa”[4]) y las inversiones y asignaciones que abran el camino a una transición post-extractivista?

Planteamos críticamente que la cuota propuesta por el Gobierno de Hugo Chávez en el llamado “Plan de la Patria 2013-2019” de 6 millones de barriles de crudo diarios, basado en buena medida en la extracción de 4 millones sólo en la FPO–propuesta igualmente presentada por los candidatos de la coalición de oposición (la entonces Mesa de la Unidad Democrática – MUD)–, es insostenible y representa un atornillamiento al extractivismo. No se puede transformar al extractivismo con más extractivismo. Dicha propuesta responde más a intereses foráneos de mercado y energía, y a las lógicas empresariales de PDVSA, que al bienestar de la economía nacional y de la población.

Aparte de la ya explicada necesidad de atenuar la sobre-determinación extractivista/rentista que constituye nuestra economía y sociedad, hemos expuesto en otros espacios (Teran Mantovani, 2014a) las limitaciones y consecuencias de sostener nuestro futuro en un proyecto de crudos pesados y extrapesados como el de la FPO (más costoso y económicamente inestable), debido, entre otras cosas, a la sensible relación entre el enorme nivel de inversión requerida en pocos años  –más de 240 mil millones US$–, los límites del modelo de acumulación y gestión centralizada del Petro-Estado, la inestabilidad y financiarización del mercado petrolero internacional y los peligros de potenciar un nuevo ciclo de endeudamiento público (externo) y posterior proceso de acumulación por desposesión. Esto, sin contar con el desastre ambiental que conllevaría el desarrollo de este proyecto. Lamentablemente, las tendencias que señaláramos desde entonces, se han venido agudizando dramáticamente.

En cambio, podríamos tomar como cifra referencial para una transición, la cuota promedio venezolana de “producción” de los últimos años (unos 3 millones de barriles de crudo diario), lo cual es coherente si tomamos en cuenta la extraordinaria cantidad de excedentes que ha generado y su relativa proporcionalidad con el metabolismo social venezolano existente. Esta podría ser un punto de partida para las estimaciones corrientes y futuras para una transición hacia cuotas que vayan en declive, en favor de la emergencia y expansión de formas productivas y socio-ecológicamente sostenibles[5].

Este extractivismo-techo podría orientarse, por un lado, hacia una moratoria de proyectos petroleros que impacten ecosistemas vitales por sus valores como reserva de biodiversidad y sus funciones ecológicas, como son los de la zona del Golfo de Paria y el Delta del Orinoco, lo que incluiría por tanto a la FPO[6].Por otro lado, podría viabilizarse el estímulo de la producción en campos maduros y la reactivación de otros campos cerrados (pero que aún son capaces de producir) en las áreas tradicionales (en Zulia y norte de Monagas y Anzoátegui). Estas metas podrían sostenerse con labores de recuperación secundaria, siendo factibles de ser explotadas rentablemente y poseyendo una relación reservas-producción de más de 60 años, lo que ofrece un tiempo suficiente para encaminar una transición post-extractivista a partir de estas rentas (Mendoza Pottellá, 2015).

En el caso de los proyectos de minería, la idea de moratorias o suspensión indefinida de proyectos tiene aún más pertinencia. Por ejemplo, las rentas que se podrían obtener a partir de la expansión de la extracción de carbón en la Sierra de Perijá son notablemente minúsculas en relación a la renta petrolera. Los supuestos “beneficios” que se obtendrían de este recurso –la instalación de una planta carboeléctrica para el Zulia– en realidad son inviables (López González, 2017; 2018) y evaden el uso de energías alternativas, como sería la recuperación del Parque Eólico de La Guajira –que podría alcanzar un potencial de 2.000 MW– y el hecho de que el costo ambiental supera con creces estas supuestas ventajas.

Del mismo modo aplica para el mega-proyecto del AMO. La propuesta sería suspenderlo de forma inmediata y abrir una discusión pública sobre la pertinencia de los emprendimientos sectorizados, sobre cuáles serían sus costes socio-ambientales y si valdrían la pena en el diseño de la transición propuesta. ¿Para qué necesitamos abrirnos a la minería a cielo abierto de coltán, sacrificando los bosques de Parguaza? ¿Qué de minería de oro necesitaría el país y para qué? ¿Cuál sería la utilidad industrial de la minería de hierro y bauxita? ¿Cómo tributaría a la transformación post-extractivista? ¿Por cuánto tiempo y en qué escalas deberían seguir funcionando estos emprendimientos?

La suspensión de proyectos extractivos u otras iniciativas depredadoras, que tributan a la acumulación y no a una economía para la vida, tienen la ventaja adicional que obligan a impulsar nuevas conciencias y disposiciones productivas para emprender el camino a una transformación de prácticas y el modelo en general.

Reorganización geo-económica, distribución ecológica y potencialidades productivas

En sincronía con toda la organización de la economía crematística, es fundamental una reorganización geo-económica, una revalorización y socialización de la distribución ecológica, el despliegue de múltiples potencialidades productivas y la reproducción y generación de riqueza por apropiación social de procesos, de manera tal que se pueda también ir compensando el retroceso progresivo del extractivismo (rentas y los puestos de trabajo que genera).

Para ello es esencial impulsar un replanteamiento y reorganización de los procesos de construcción del valor, en los cuales la naturaleza y la vida ecológica, diferentes formas de trabajo no asalariado, modos de estar en la Tierra no-modernos, cosmovisiones y subjetividades subalternas, recobren su justo reconocimiento y valoración, priorizando aquello que tributa a la reproducción de la vida.

En este sentido, es esencial re-inventariar[7]la riqueza, dándole cabida a los bienes comunes y las diferentes formas de comunalidad, priorizando el cuido de sus procesos de reproducción. En términos de gestión para una transición post-extractivista, es esencial el posicionamiento de indicadores de economía ecológica, que sean siempre tomados en cuenta al momento de llevar adelante cualquier tipo de política de transformación y que puedan también contabilizar como pérdida la degradación ecológica y de la biodiversidad: huella ecológica, huella hídrica, consumos domésticos de materiales, tasa de retorno energético, huellas de carbono, o índices de agotamiento de los “recursos naturales” (este último, propuesto por el Banco Mundial). Esta contabilidad permite tener una dimensión real (aunque aproximada) de los ciclos y flujos de vida que dan sentido real a eso que llamamos la economía, y de cómo al afectarlos se perturba la viabilidad de la propia existencia social.

Esto nos lleva también a un complejo, pero ineludible debate sobre la organización geo-económica o las formas de territorialización. La geografía venezolana ha sido históricamente moldeada en función del extractivismo, básicamente una economía de puertos y de núcleos de consumo de productos importados en cinturones urbanos. Es imprescindible posibilitar nuevos modos de territorialización que permitan avances materiales para una transición post-extractivista.

Los territorios no deben ser sólo organizados en base a una función económica. En este sentido, es importante recobrar la noción de biorregiones para dar una coherencia ecológica a las formas del plantear las dinámicas inter y transterritoriales. Esto además puede dar mayor relevancia a la relación entre los territorios, los pobladores, sus culturas y sus formas de reproducción de la vida, en el vínculo directo con su entorno socio-ecológico específico. La idea es también proponer otras miradas sobre ordenamientos político-territoriales, que podrían desbordar las figuras de gobernaciones o municipios, planteando posibles agregaciones federativas de redes locales o conjuntos poblacionales.

Es todo un reto pensar estas reorganizaciones geo-económicas en las ciudades (analizando críticamente el sentido y el modelo de ciudad imperante), en las cuales se concentra alrededor del 90% de la población de Venezuela, y que giran en torno a modos de vida muy dependientes de la renta petrolera. Son territorialidades de altísima complejidad y con múltiples problemas sociales y ambientales, por lo que es esencial que todas las políticas descritas hasta ahora en este artículo, tributen a nuevas configuraciones urbanas, al tiempo que estimulen la búsqueda de otras formas de ocupación de los territorios no urbanos.

Algunas experiencias de asociación de productores urbanos y periurbanos (como la Feria Conuquera de Caracas); cooperativas de consumo (como La Alpargata Solidaria); comunas; organizaciones por el derecho a la vivienda y nuevas formas de ocupación territorial y gestión de la tierra urbana (como el Movimientos de Pobladores y los Campamentos de Pioneros); políticas públicas para promover el uso de la bicicleta en las ciudades (como la realizada por la alcaldía Libertador del Distrito Capital); organizaciones ciudadanas para la movilidad sustentable; colectivos de promoción cultural y la gestión de espacios autogestionados (como la experiencia de Tiuna El Fuerte); entre otras, han dado un paso adelante para tratar de promover y construir otro tipo de ciudad[8]. Sin embargo, en la crisis actual han predominado formas competitivas y en buena medida excluyentes para tratar de enfrentar la crisis, mientras que los múltiples problemas de las ciudades se han agravado, planteando enormes desafíos para orientarse hacia los cambios propuestos.

En todo caso, lo esencial es partir de las realidades existentes, antes que sólo hacerlo desde un “deber ser” ideal de la ciudad sostenible. Una nueva ciudad deberá surgir de las formas cómo esta pueda resolver y facilitar la reproducción de la vida cotidiana de sus habitantes. El colapso de las ciudades abre caminos para nuevas prácticas en este sentido.

En relación a la crucial distribución ecológica, surge una pregunta central: ¿de qué forma puede viabilizarse y materializarse una política de socialización y usufructo de los bienes comunes para la vida (tierras, agua, semillas, biodiversidad, etc.)?

Existen variadas figuras territoriales que merecen ser discutidas. Tal y como lo establece la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, es fundamental completar el proceso de demarcación y titulación de las tierras indígenas en todo el país. Esto, además de concretar la justicia histórica con nuestros pueblos originarios, puede posibilitar formas de gestión más sostenibles de la mano de quienes han cuidado por largo tiempo esas tierras. Demás está decir que no se puede impulsar ningún tipo de actividad económica de origen externo en tierras indígenas sin la realización de una consulta previa, libre e informada a estas poblaciones.

En relación a las áreas protegidas y bajo regímenes de administración especial, es esencial reforzar las figuras jurídicas de esos ordenamientos geográficos, de manera de tratar de impedir laxitudes que permiten el avance de actividades perniciosas sobre estas delicadas áreas. A su vez, es imperioso impulsar formatos de gestión social de dichas zonas, para evitar excluir sobre todo a los pobladores ancestrales que son o podrían ser vulnerados en sus derechos territoriales.

Ante los altísimos niveles de dependencia alimentaria, y basado en la gran importancia que debe tener la agricultura en una transición post-extractivista, resulta vital hacer una re-evaluación de las tierras del país, sus fertilidades y aptitudes, su tenencia y los usos que las rigen. El VII Censo Agrícola – 2011(http://censo.mat.gob.ve/) calculó la existencia de 27 millones de hectáreas aptas para el cultivo –de diversas clases (I, II y III)–, de las cuales el 6% están cultivadas con rubros de ciclo corto y 4% de ciclo permanente. Es necesario proponer un esquema mixto para la agricultura, dado que, en nombre de la urgencia de un re-impulso de esta actividad, no se puede promover sin cuestionamientos el formato del agro-negocio, dados los perjuicios que provoca en relación a la pérdida de soberanía (dependencia de los paquetes tecnológicos de las corporaciones agroalimentarias), afectaciones a la salud por agrotóxicos y consumo de transgénicos (ETC Group, 2014), afectación ambiental y en pérdidas de la fertilidad de la tierra (MPPA, 2010), o desplazamiento y despojo de pequeños productores (dado que son iniciativas de alta concentración en la propiedad de la tierra e intensivas en capital y tecnología, no así en trabajo).

El modelo masivo de expropiaciones y nacionalización de las tierras, impulsado en la Revolución Bolivariana (Misión Zamora, Programa Agrícola Socialista, Gran Misión Agrovenezuela, entre otros), tampoco dio resultados, en la medida en la que corporativizó las iniciativas campesinas que trató de promover–por ejemplo, a través de los llamados “Fundos Zamoranos” y las Empresas de Producción Social (EPS)–, inscribió estas propuestas en las dinámicas rentistas de la planificación del Petro-Estado –haciendo a la producción agrícola aún más dependiente de la inestabilidad del modelo petrolero nacional y del indolente y burocratizado modo de gestión estatal imperante– y convirtió a este en el principal concentrador de tierras del país. Esto devino en que, en los períodos de derrumbe de los precios del petróleo (2008-2010 y 2014 hasta la actualidad), la producción agrícola se fuera a pique hasta su colapso actual.

En un sistema agrícola mixto se puede contemplar un plan sectorizado de producción a gran escala, recuperando zonas aptas para el cultivo de leguminosas, cereales, hortalizas, frutas y tubérculos. Del mismo modo se puede hacer con la ganadería y la pesca. Lo fundamental es el rol que las potencialidades de producción de mediana y pequeña escala van a tener en una transición como esta, en la medida en la que puedan ir desplazando en importancia relativa a la gran producción agrícola, al tiempo que irían configurando nuevos órdenes en la organización territorial, al reivindicarse otras formas de gestión, usufructo y propiedad social sobre la tierra.

Más allá de un buen deseo, diversos estudios han mostrado cómo iniciativas agrícolas de escalas medias y comunitarias, pueden tener incluso mejores resultados que los grandes emprendimientos privados o estatales (Ostrom, 2011; Brassel et al, 2008). La opción es aún más importante si va insertándose en el rediseño de las ciudades, transformando los ordenamientos barriales, espacios públicos y zonas dirigidas especialmente a fines económicos. El rol de la agroecológica es esencial, de manera de ir empujando transformaciones en los patrones de relacionamiento con la tierra y las formas de producción agrícola más sostenibles.

Otra actividad que podría ser de importante utilidad en una transición es el turismo –nuevamente, bajo esquemas mixtos que transiten hacia modos sostenibles. A diferencia de industrias como la petrolera y la minera, el turismo no es tan directamente dependiente de factores externos (como por ejemplo, los precios internacionales de los commodities), tiene mayores y más diversos encadenamientos con otros sectores económicos (como los de servicios de alimentación o alojamientos), puede expresarse en iniciativas de diferente escala –incluyendo turismo comunitario– y proporcionalmente generar más empleos, al tiempo que, utiliza menor cantidad de materiales, y produce menos desechos e impactos ambientales y a la salud (sobre todo en las escalas medianas y pequeñas)(Carrión, 2015). Países como Costa Rica, impulsaron un viraje hacia una mayor importancia del turismo, atenuando algunos males propios de los extractivismos más intensivos.

Existen otro amplio conjunto de actividades productivas estratégicas que deben insertarse en esta re-organización geo-económica propuesta, aunque, por limitaciones de espacio no podrán ser desarrolladas en este artículo. Bastará mencionar dos elementos: uno, el que tiene que ver con re-inventariar las capacidades productivas instaladas y recuperar las existentes, antes que abrir arbitrariamente nuevos polos del mismo sector. El otro elemento nos remite a la necesidad de configurar encadenamientos internos de los sectores productivos, antes que sólo dirigirlos a la exportación. Esto permite retro-alimentar las iniciativas domésticas de diversa escala, robustecer la economía nacional y mermar la dependencia con el mercado mundial.

Es fundamental plantear una amplia discusión e incidencia sobre las formas de consumo predominantes. Aunque claramente han existido desigualdades sociales históricas, la sociedad venezolana ha sido determinada por altos niveles de consumo de bienes, energía y recursos. Esto ha sido así, en buena medida por las dinámicas del capitalismo rentístico, que configura culturalmente un imaginario de riqueza y presionan para dirigir las grandes cantidades de renta petrolera hacia el consumo de productos importados, en buena medida de carácter suntuario y primordialmente en las ciudades.

No se podrá transitar hacia una sociedad post-extractivista sin cuestionar estos patrones dominantes de consumo. Esto podría trabajarse desde dos vertientes: una, que tiene que ver con las expectativas sociales. La extraordinaria crisis que vive el país genera oportunidades para debatir el conjunto de necesidades y anhelos que han sido dominantes–¿Qué hacer si se recupera la capacidad de consumo? ¿Hacia dónde se va a dirigir? Esta discusión de orden cultural es clave, pero debe ser ampliamente participativa y diversa.

La otra vertiente se basa en poder desmontar las estructuras y canales que han generado capas consumo suntuario, sobre todo las más despilfarradoras. Esto está relacionado con los estímulos en las políticas de distribución de la renta petrolera –¿Qué estilos de vida promueven y cuáles desestimulan?– o los énfasis en los productos que se importan.

Piénsese por ejemplo en los efectos culturales que tienen la importación masiva de camionetas Hummer–muy popular en Venezuela en la década pasada–; los subsidios gubernamentales para la compra de aires acondicionados y televisores pantalla plana a través de la “Misión Mi Casa Bien Equipada”; la asignación de divisas preferenciales a discreción –por ejemplo, favoreciendo a tabacaleras en detrimento del sector farmacéutico–; o bien el extraordinario subsidio al precio de la gasolina.

Será fundamental ir adaptando estas transformaciones a formas de generación de energía sustentables (eólica, solar, undimotriz, maremotriz, hidráulica, entre otras), renovables y descentralizadas. Como ya hemos dicho, esto va en consonancia con la re-organización geo-económica y las políticas de distribución de la renta planteadas. Venezuela tiene potencialidades para la aplicación y ampliación del uso de varias de estas energías alternativas, pero el debate al respecto ha tenido muy poca fuerza y presencia.

No obstante, han surgido algunas propuestas, incluyendo aquellas que han sido planteadas en el seno de movimientos ecologistas en conjunción con sectores académicos. Una de ellas son los “Territorios Energéticamente Sustentables” (TES), promovida por expertos que integran el Frente de Resistencia Ecológica del Zulia (FREZ). Esta propuesta (Muñoz, Pantin y López, 2015) parte de una crítica al sistema eléctrico venezolano, por ser altamente centralizado, concentrado y vulnerable a crisis climáticas o malas gestiones del gobierno de turno, para así promover un plan que impulse una transformación hacia una matriz energética nacional diversificada. Dicho plan, definido por regiones –con énfasis en el occidente del país–, parte de una política para el uso de energías renovables –dadas las condiciones climáticas privilegiadas del país–, que serían gestionadas desde el mismo ámbito de competencias del propio territorio. Esto apunta a un rol protagónico de las comunidades en su administración, siendo que el Estado se encargaría de las grandes centrales hidroeléctricas del río Caroní y el sistema de transmisión en niveles superiores a 69kv. Las plantas termoeléctricas existentes podrían seguir utilizándose, pero solamente basadas en el uso del gas.

Por último, aunque mucho se puede decir del crucial tema de las tecnologías, sólo nos remitiremos a plantear un par de ideas al respecto. Es importante no fetichizar la tecnología (moderna), pensando que problemas que tienen que ver con el ordenamiento societal, cosmovisiones y relaciones de poder, se pueden solventar únicamente con el uso masivo de tecnologías de punta. Más velocidad, más producción, más confort, no solucionan problemas de desigualdades sociales y devastación ambiental. Se trata, como hemos sostenido a lo largo de este texto, de una discusión de fondo sobre el modelo civilizatorio.

En este sentido, el horizonte de la transición post-extractivista para una democracia ecológica radical y una economía para la vida, debe marcar los ámbitos del uso de las tecnologías, y no viceversa. Estos tienen por tanto que estar acordes al metabolismo social propuesto –tendientes a escalas de menor magnitud y a usos descentralizados. Deben tener funciones de orden colectivo y evitar que las mismas profundicen la desigualdad social, la degradación ambiental o la dependencia sistémica. Y por tanto, debe reconocerse cuándo estas potentes tecnologías pueden ser convenientes y cuando no.

Breve mención a las políticas de integración regional y relacionamiento con el mercado mundial

Las transiciones planteadas no pueden ser pensadas fuera de su marco regional y global, dado que estos factores, influjos y actores foráneos son determinantes tanto en la situación actual del país como en la viabilidad de los cambios propuestos.

Es necesario tomar medidas de regulación y protección estatal en relación a los flujos de capital externo (principalmente los de las grandes corporaciones transnacionales y capitales financieros especulativos) y en general, respecto a las dinámicas de la economía globalizada. Los estatutos y protocolos de organismos supranacionales, como por ejemplo la Organización Mundial del Comercio (OMC), podrían representar notables obstáculos para una transición como la planteada, en la medida en la que no contemplan, e incluso penalizan, políticas que puedan afectar al “libre flujo” del comercio capitalista global.

Las inversiones extranjeras directas en América Latina suelen recibir ciertos tratos preferenciales (principalmente si provienen de grandes potencias como los EEUU, la Unión Europea o los emergentes China y Rusia), que tiende a intensificarse en tiempos de crisis, cuando la urgencia por hacer despegar la economía impulsa procesos de flexibilización económica –como ocurre actualmente en Venezuela. Los tratados de libre comercio pueden ser verdaderas camisas de fuerza para el tránsito post-extractivista y mucho más para salir de la sumisión que configura a la economía nacional.

La propia Cepal ha reconocido los riesgos de las inversiones extranjeras para la región, si estas no hacen parte de un plan de cambios estructurales en los modelos económicos (Gandásegui, 2013). Una transición post-extractivista requiere por tanto, construir y robustecer los tejidos e iniciativas socio-productivas nacionales –lo que hace al Estado menos dependiente y vulnerable, y le otorga más fuerza y capacidad de negociación con los actores foráneos–, y buscar la formación y extensión de formas de integración regional (o un “regionalismo autónomo”[Gudynas, 2013]) que partan también de la conexión entre estas economía sociales –con énfasis en crear una situación de soberanía alimentaria–, y no del extractivismo como referente para la integración. Esto es necesario hacerlo en simultáneo con políticas de desconexión (Amin, 1988) selectiva y progresiva –que no implica de ninguna manera el aislamiento de los países–con aquellos vínculos globales donde se originan y/o potencian las asimetrías e imposiciones más perniciosas –como ocurre por ejemplo con nuestro acoplamiento al patrón dólar–, y que terminan condicionando severamente cualquier transformación del modelo posible.

La selectividad de la desconexión se podría basar en el mantenimiento de vínculos mundiales con aquellas áreas que se consideren útiles al proceso de transición post-extractivista. Es fundamental mencionar que la propuesta del “Tratado de Comercio de los Pueblos o ALBA-TCP”, impulsada desde la década pasada (principalmente por el Gobierno de Venezuela), puso sobre la mesa la necesidad de coordinar un esquema organizativo de intercambio y complementariedad regional –al menos entre los países miembros– que hiciese énfasis en el comercio de los pueblos y en el enfoque hacia la resolución de sus necesidades. Esto apuntaba, al menos en teoría, hacia un reimpulso del rol de la demanda interna y planteó el Sistema Unitario de Com­pensación Regional de Pagos (Sucre), como una propuesta de unidad monetaria que buscaba lograr progresivos desacoplamientos del dólar, sistematizar las transacciones entre comerciantes de los países miembros y fomentar la creación de otras estructuras productivas que se orientaran en esta línea (Cerezal, 2013).

A pesar de lo audaz de algunas de estas propuestas, el desenlace del ALBA ha estado profundamente determinado por el extractivismo, y en el caso del rol que jugara Venezuela, por su función como exportadora de petróleo (Rosales, 2012), lo que bloqueó el desarrollo de sus objetivos orientados al crecimiento de las economías sociales y la atenuación de la dependencia de los sectores primarios.

Estos factores muestran la imperiosa necesidad de orientar estos planes regionales a políticas de transición coherentes con los fines post-extractivistas. Pero también revelan la importancia de alcanzar considerables niveles de cohesión política regional y coordinación institucional para lograr estos objetivos. La meta es compleja, si notamos los vaivenes políticos provocados por los cambios de gobierno y la geopolítica regional, en la cual los Estados Unidos ha tenido un crucial rol para tratar de abortar estos planes de regionalismos autónomos. El marco de la correlación de fuerzas sigue siendo crucial. Conviene pues pensar, las posibilidades de coaliciones regionales más fuertes, pero también desde los movimientos y organizaciones sociales.

IV. Transformaciones miradas desde abajo: territorios, comunes y economías populares

Cuando se miran las transformaciones desde la superficie de los territorios, se observa con más crudeza que los procesos de cambio están atravesados por intensas e intrincadas luchas sociales. Como ya se ha expresado, cambios como los planteados difícilmente ocurrirían por iniciativas espontáneas del orden establecido o por el simple hecho del establecimiento de un gobierno progresista. Las transformaciones serán determinadas por el movimiento que surge desde abajo: el flujo de luchas sociales y movilizaciones populares que presionan por más democracia y respeto por la naturaleza.

Si hemos afirmado que estos procesos de transformación ocurren en variadas escalas, podríamos analizar cómo pueden ser pensados tanto desde una agenda social de índole local/territorial, como en su articulación en una agenda nacional.

El campo popular venezolano, sus horizontes, sus energías, sus tejidos, sus esperanzas, han sido impactados notablemente por la enorme crisis que vive el país, así como por la intensidad de la disputa política. Sin embargo, no queda más que comenzar a crear a partir de lo existente, reencontrar sus potencialidades, re-inventar la movilización social. Estamos ante una situación extraordinaria, de cambios significativos, lo que apunta a la necesidad de crear otros códigos, otros sentidos comunes, otras valoraciones, otras subjetividades.

La urgencia de abrir caminos hacia una agenda nacional de luchas populares

En concreto, una re-organización de las agendas populares de lucha a escala nacional, puede partir de las demandas centrales que se agudizan en la crisis venezolana: la confluencia entre las demandas por mayor justicia en la distribuciónde la renta petrolera y las luchas contra el extractivismo en los territorios.

En relación a la primera, creemos que un factor que puede nuclear movilizaciones de grupos muy diversos tiene que ver con la creación e impulso de una amplia plataforma para una auditoría de todas las cuentas públicas. Este tipo de propuesta ha sido impulsada en otros países, y en Venezuela se ha promovido desde organizaciones como la Plataforma para la Auditoría Pública y Ciudadana y el Capítulo Venezuela del Comité para la Anulación de la Deuda del Tercer Mundo (CADTM-AYNA).Lo ideal es lograr formas variadas de participación popular en dichas auditorías, así como poder impulsar la formalización de mecanismos permanentes de contraloría social de las cuentas públicas, como los llamados “Gobiernos electrónicos o “e-gobiernos”.

En relación a la distribución ecológica, es fundamental hacer visible que la propia existencia y distribución de la renta está determinada por los diferentes proyectos extractivistas, que suponen impactos territoriales, socio-ambientales, culturales y, en general, económicos negativos. Esto supone vincular directa o indirectamente a las organizaciones y bases movilizadas por las auditorías públicas con los diferentes conflictos y movilizaciones que se producen en el país en torno a la defensa de los bienes comunes y de la justicia ambiental (piénsese en las múltiples protestas por el acceso al agua que se desarrollan en el país), y poder evidenciar tanto el origen de la cadena de desigualdades, explotación y pobreza; conocer el conjunto de las injusticias que genera el modelo de desarrollo; así como la necesidad de una integralidad de las luchas por la reproducción social de la vida.

Se trata inclusive de un proceso altamente pedagógico para el propio campo popular dado que, al promoverse una coalición de luchas de diversa índole, se produce una confluencia de registros, discursos, prácticas o valoraciones sumamente enriquecedora, que posibilita un salto cualitativo de las mismas.

El mega-proyecto del Arco Minero del Orinoco es tal vez el que mejor sintetiza la variedad de críticas que provienen de diferentes gremios, ámbitos y organizaciones de la sociedad movilizada: la entrega de la soberanía nacional al capital foráneo; el impulso de falsas soluciones (salir de la crisis creada por el modelo extractivista, con más y nuevo extractivismo); la opacidad de los convenios y acuerdos y los reclamos ante la corrupción estatal; el respaldo de la deuda pública asumida irresponsablemente con la mercantilización de la naturaleza de nuestros territorios; los múltiples impactos socio-ambientales que conllevará el proyecto; el autoritarismo gubernamental y la carencia de consultas a la población sobre el modelo de sociedad que se quiere; y la afectación de los pueblos indígenas del país.

Una amplia campaña en contra de este proyecto puede hacer converger distintos tipos de luchas territoriales y gremiales, al tiempo que da oportunidad para cuestionamientos al propio modelo de desarrollo.

Agendas local/territoriales: semillas de transformación desde lo común

Si asumimos como central el ámbito, prácticas y subjetividades de lo común, es lógico preguntarse dónde y cómo se expresan estas formas en los tejidos sociales venezolanos; y qué potencial tienen para una transformación de este tipo.

Es necesario aclarar que estas formas de lo común en Venezuela tienen sus particularidades y no conviene pensarlas en comparación con los tejidos comunitarios de raíz indígena/campesina de la región andina o de México y Centroamérica. Estos en cambio se configuran en su historia reciente bajo el drástico impacto que supuso la implantación de la Venezuela petrolera, lo que le dio un cariz fundamentalmente urbano a lo que podríamos llamar una tradición de lucha levantisca, turbulenta y aluvional (Teran Mantovani, 2015).

En el proceso bolivariano, estas formas de lo común fueron claramente impactadas por el proyecto del Socialismo del Siglo XXI, pudiendo presenciarse en los años de mayor hegemonía del chavismo la formación de varios procesos de comunalidad, buena parte de ellos germinados y estimulados desde el Estado. No obstante, se fue imponiendo progresivamente una forma corporativa –en las figuras institucionalizadas de los Consejos Comunales y la Comuna–, regularizada burocráticamente e instrumentalizada para objetivos electorales y de adscripción al plan desarrollista gubernamental.

A pesar de ello, lo que más nos interesa analizar en esta sección son las expresiones, prácticas y subjetividades que desde el campo popular han podido incorporar y/o fortalecer estas formas de lo común, incluso resistiendo a la forma corporativa impulsada por el Estado.

Las experiencias más interesantes y vigorosas han estado presentes en pequeñas proporciones en relación al conjunto de la población. Entre ellas podemos contar la red de cooperativas CECOSESOLA (Occidente del país), la experiencia de la comuna El Maizal (Lara), el sistema popular de producción-distribución agrícola de la Fundación Pueblo a Pueblo (Occidente del país), la gestión del río Caura por parte de los indígenas yekwana (Bolívar) o los diferentes proyectos territoriales de los indígenas wayuu del Socuy, en resistencia ante el posible avance de la minería de carbón en sus tierras (Zulia).

Todas las diversas expresiones de lo común se nutren de años de luchas permanentes de calle y de prácticas organizativas –de las que se deprenden mayores niveles de definición y conciencia política–, e iniciativas como estas se replicaron en todo el territorio nacional, sean rurales o urbanas. Algunas de las más fuertes han asumido un rol de vanguardia –como el caso de El Maizal. Sin embargo, han sido al mismo tiempo frágiles, discontinuas y contradictorias, han carecido de masividad y han sido golpeadas considerablemente por la actual crisis.

En este sentido, conviene también poner la mirada sobre el quehacer permanente de estos tejidos sociales, tratar de advertir cómo se mueven, reformulan, reconstituyen, en contextos de crisis y ambientes muy conflictivos. Cómo reproducen su vida cotidiana, arropados por múltiples obstáculos y hostilidades. Lo fundamental es que estos tejidos no desaparecen, y resulta vital analizar el devenir de estos procesos sociales que están en permanente movimiento –¿Estamos ante el posible surgimiento de nuevas subjetividades políticas? Estas formas movibles de la micro-política cotidiana son lo que podríamos llamar los agenciamientos de lo común, que además expresan las potencialidades para impulsar otros ordenamientos societales.

Con esta mirada, es esencial inventariar lo común, preguntarnos con qué se cuenta en el campo popular. Esto aplica no sólo para todo tipo de iniciativas que se puedan desarrollar bajo estas formas, sino también las diferentes riquezas necesarias para posibilitar no sólo la reproducción de la vida sino el camino hacia un post-extractivismo con democracia ecológica radical: saberes, oficios, tierras comunitarias, medios de transporte, herramientas, tecnologías, semillas, infraestructuras, entre otras.

¿Qué de las experiencias más vigorosas o relativamente permanentes, podría ser replicado? ¿Cómo estas experiencias pueden fungir como pilotos para ampliar los procesos de comunalidad? ¿Cómo estas experiencias pueden contribuir a generar nuevos actores colectivos, con un horizonte de autonomía y sostenibilidad?

Una transición post-extractivista requerirá la emergencia y expansión de una nueva cultura política en el país que logre posicionaren el campo popular, la democracia directa, ecológica y territorial como horizonte. Soberanía alimentaria, política, energética, gobernanzas sociales sobre los territorios y los bienes comunes y la articulación con agregaciones territoriales más amplias, que trasciendan el accionar localista. Una nueva cultura política que comience a transitar un camino de construcción más allá del Estado.

Esta nueva cultura no tiene necesariamente que inventarlo todo: es fundamental rastrear en la pluriculturalidad venezolana, rica en saberes y experiencias sobre formas de reproducción de la vida y conocimiento de nuestros territorios; rescatar los saberes y prácticas de las luchas sociales en el país, tanto las históricas como lo aprendido en el proceso bolivariano; y recuperar aprendizajes de las múltiples experiencias alternativas que florecen en América Latina, al calor también de sus propias luchas, muchas de ellas en condiciones muy difíciles.

Existen numerosas comunidades y organizaciones en Latinoamérica que han recurrido a otras formas de energía alternativas o de escala humana para la gestión de su vida territorial –desde bicimáquinas hasta sistemas mixtos sostenidos con energía solar–; algunas experiencias de monedas comunitarias han surgido en Venezuela –por ejemplo, en la iniciativa de El Panal, en el “23 de Enero” en Caracas–; redes de consumo colaborativo, que enlaza consumidores urbanos con productores agrícolas (sin intermediarios), como la experiencia de La Alpargata Solidaria; en Brasil, en torno a las redes de economía social y solidaria, se han formado sistemas de finanzas y fondos gestionados desde y para estas escalas; modalidades de educación territorializada y descentralizada, que tribute a la vida socio-comunitaria, como los “Semterrinhas” creada por el Movimiento Sin Tierra de Brasil, o la escuela de saberes wayuu para la autonomía “Yalayalamana” (Venezuela); o bien, formas de seguridad comunitaria, como las fogatas y las guardias en Cherán (México) o la “Seguridad Indígena” de los yekwana del río Caura.

Las posibilidades de expansión de estas experiencias están determinadas en buena medida por la funcionalidad de las mismas y su capacidad para ser de utilidad para otras iniciativas; también por el rol que juegan las más exitosas para fungir como una especie de ‘vanguardias promotoras’, que contribuyan con apoyo logístico, de saberes, político, financiero, de credibilidad, a que otras experiencias nacientes puedan fortalecerse y consolidarse –como lo ha hecho Cecosesola con productores agrícolas poco organizados en otras regiones del país o el colectivo Tiuna El Fuerte, promoviendo organización barrial en torno a la cultura urbana-juvenil; y por la posibilidad de instalar una plataforma de convergencia de escala nacional donde articulen estas organizaciones y movimientos populares, y puedan tener una vocería con capacidad de diálogo, interpelación y presión en relación al poder constituido, y así poder incidir en los planes y políticas públicas –tal y como ha sido el Foro Brasileño de Economía Solidaria o en su momento la Red Nacional de Comuneros en Venezuela.

El avance de este proyecto depende de la articulación de las múltiples economías populares y solidarias, generando redes y cadenas productivas. La Red Nacional de Comuneros propuso una serie de agregaciones territoriales organizadas en torno a las comunas, basadas en las redes de comercio regional de los productores a escala popular, y en los vínculos culturales regionales. Estas pasaban desde distritos hasta regiones comunales, lo que implicaba la formación de gobiernos confederados. Una articulación de estas magnitudes sería imperiosa si se va a impulsar una transformación y transición post-extractivista, tanto desde arriba como desde abajo.

Son estos planteamientos un conjunto de coordenadas tentativas para aportar al urgente debate sobre transformaciones y transiciones en Venezuela, América Latina y el planeta. Hay mucho que sistematizar, discutir, mejorar, complementar y poner en práctica. Pero al parecer, contamos con poco tiempo.


[1] A pesar de que pueda pensarse que esta cifra de recaudación se   deba a la crisis que se vive en el país, ha sido en cambio una constante, que también se ha producido en períodos de bonanza.

[2] Otras formas de inundación de divisas: se puede considerar la inyección de grandes sumas de dinero inorgánico, provenientes de la emisión de deuda pública. A diferencia de lo que ocurre en los boom de materias primas, esta inyección de circulante suele darse como mecanismo de compensación ante procesos de recesión económica.

[3] La llamada “enfermedad holandesa” tiende a expresarse en una apreciación de la moneda en el país donde se aloja un sector beneficiado por un boom internacional de precios o de demanda, lo que produce una pérdida de competitividad de sus otras exportaciones. Las inversiones tienden a dirigirse a dicho sector beneficiado, pues son más jugosas las ganancias, lo que para una economía capitalista rentista, generalmente supone el fortalecimiento de los sectores extractivos, la afectación de los sectores industriales, y la preferencia política por la acumulación de riquezas por la vía de la captación de una renta (ahora más caudalosa), con el consecuente robustecimiento de la lógica de la expansión del gasto público indiscriminado y demagógico, y del consumo masivo de productos importados.

[4] Según la Comisión para la Verdad de la Deuda Griega, una deuda odiosa es aquella contraída en violación de los principios democráticos (incluyendo el consentimiento, la participación, la transparencia y la responsabilidad) y que ha sido empleada contra los más altos intereses de la población del Estado deudor, mientras que el acreedor conocía o estaba en condiciones de saber lo anterior. O bien es aquella que tiene como consecuencia de negar los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales de la población mientras que el acreedor conocía o estaba en condiciones de saber lo anterior (http://www.cadtm.org).

[5] El caso actual de derrumbe de las cuotas de producción de Pdvsa (al punto de llegar a 1,5 millones de barriles en julio de 2018), sin ninguna activación productiva simultánea ni coordinada, ni mecanismos financieros de paliación y amortiguación, apunta claramente al colapso sistémico. De ahí la insistencia que una transición post-extractivista va mucho más allá de la simple petición de “menos extractivismo”.

[6] Una propuesta como esta fue formulada en su momento por la Red Alerta Petrolera Orinoco Oilwatch (2003).

[7] Para nuestro caso, la idea de “inventariar” se basa fundamentalmente en el reconocimiento de los valores comunitarios y ecológicos como patrimonios sociales de altísima importancia (agua, culturas locales, cuidados y trabajos no asalariados, etc.), y de ninguna forma propone una inscripción de estos en lógicas de mercantilización y mercadeo. Se trataría más bien de reconocer su valía y ponerla en contraste con la contabilidad dominante, para apuntar a un registro que reivindique una economía para la reproducción de la vida.

[8] Iniciativas sobre energías alternativas en la ciudad o sistemas de disposición y reciclaje de los desechos prácticamente han brillado por su ausencia, en el conjunto de iniciativas ciudadanas o políticas públicas.


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Autor

Emiliano Terán Mantovani

Sociólogo de la Universidad Central de Venezuela, investigador/ activista y ecologista político, orientado a las luchas contra el extractivismo y por la justicia socioambiental en América Latina. Investigador/Profesor en el Centro de Estudios del Desarrollo CENDES-UCV. Miembro del Observatorio de Ecología Política de Venezuela. Master en Economía Ecológica por la Universidad Autónoma de Barcelona y candidato a Phd en Ciencia y Tecnología ambientales por la misma universidad. Ha colaborado con diversas iniciativas como el Atlas de Justicia Ambiental (https://ejatlas.org/) y el Panel Científico por la Amazonía (https://www.laamazoniaquequeremos.org/). Sus trabajos disponibles aquí: https://uab.academia.edu/EmilianoTeranMantovani

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